EJERCICIOS
EJERCICIOS
Instrucciones para la práctica
Ver las instrucciones para la práctica en las instrucciones de la Segunda Parte del Libro de Ejercicios, o en la Tarjeta de Práctica de este libro.
Comentario
Si se nos pidiera, cualquiera de nosotros podría sentarse ahora y escribir una lista bastante larga de cosas que pensamos que necesitamos. Aunque sólo sean cosas que ahora no tenemos, la lista sería bastante extensa. Por ejemplo, necesito una mayor memoria en mi ordenador (¿y qué dueño de ordenador no lo necesita?), necesito pijamas nuevos, necesito algún arreglo dental, necesito una nueva estantería, necesito un colchón nuevo, necesito una caja de agua mineral, necesito unos vaqueros nuevos, necesito una guitarra mejor.
En distintos momentos de mi vida he creído que necesitaba casarme, o divorciarme. Necesitaba un trabajo mejor. Necesitaba un coche nuevo, uno que no se estropeara todo el tiempo. Necesitaba cambiar de casa. “Busqué miles de cosas y lo único que encontré fue desconsuelo” (1:1). Conseguí la mayor parte de las cosas que buscaba (pero nunca todo el dinero que necesitaba), pero nada de ello me hizo feliz. Con todas las listas que pueda hacer de cosas que “necesito” ahora, sé que ninguna de ellas me hará feliz tampoco.
La felicidad es una elección que yo hago. Nada más, nada menos.
Pienso que el motivo por el que el Curso me atrae tanto es porque estoy totalmente de acuerdo con cosas como esta lección. Bueno, todavía cometo el error de pensar que algo que “necesito” me dará la felicidad, pero cuando me doy cuenta de ello, por lo menos ahora sé que me estoy engañando a mí mismo. Cuando me paro a pensar, puedo decir honestamente: “Ahora sólo busco una, pues en ella reside todo lo que necesito, y lo único que necesito” (1:2). A veces me alejo de esa única dirección, me engaño buscando algo más, pero continúo regresando a esta necesidad única y principal, que es realmente lo único que necesito tener: la verdad. La verdad acerca de mí mismo, acerca de Dios, acerca del universo. Lo que es real y eterno.
“Jamás necesité nada de lo que antes buscaba, y ni siquiera lo quería” (1:3). Normalmente lo descubría después de tenerlas. Recuerdo una noche, hace varios años, en que estaba en casa sentado viendo la televisión solo. Tuve hambre, así que me levanté para comer algo. Miré al helado en el frigorífico y pensé: “No, no es eso lo que quiero”. Miré a la fruta, a las galletas, al queso, a las palomitas de maíz, y con cada uno de ellos me encontré diciendo: “No, no es eso lo que quiero”. Finalmente, devanándome los sesos, me quedé en medio de la cocina y dije en voz alta: “¿Qué es lo que realmente quiero?” Y me golpeó como una tonelada de ladrillos. Lo que de verdad quería era a Dios. Estaba sintiendo una especie de vacío dentro de mí, y mi mente lo estaba traduciendo en un antojo físico de algún tipo, intentando encontrar un modo de llenar el vacío por medio de mi cuerpo. ¡De verdad me reí de buena gana! De repente me di cuenta de que todas mis “necesidades” y todo lo que yo “quería” eran sustitutos de lo único que necesitaba de verdad, que era algo que siempre tenía, únicamente esperaba a que yo eligiera darme cuenta de ello.
¿Cómo podemos estar alguna vez en paz, cuando toda nuestra vida está llena de una lista sinfín de antojos? ¿No podemos darnos cuenta de que el antojo en sí mismo es una forma de infelicidad? ¿No podemos darnos cuenta de que cada cosa que creemos que necesitamos y que no tenemos es una carga, un dolor constante en el fondo de nuestra mente, que nos mantiene alejados de la paz? Lo que de verdad quiero es la paz. Lo que de verdad quiero es estar en paz, contento con Quien yo soy. Quiero la realización. Quiero sentirme pleno. Y estas cosas están disponibles en este instante, siempre que las elija. Están garantizadas u ocultadas, no por algo externo, sino por mi propia elección.
Y ahora, por fin, me encuentro en paz (1:9).
Y por esa paz, Padre nuestro, te damos gracias. Lo que nos negamos a nosotros mismos, Tú nos lo has restituido, y ello es lo único que en verdad queremos (2:2).
L.pII.4.1:1-3
El “pecado” es la creencia de que yo soy malo, de que estoy corrompido por los errores que he cometido, y estropeado para siempre por mis pensamientos equivocados. El “pecado” es la creencia de que la creación perfecta de un Dios perfecto puede volverse imperfecta de alguna manera, desfigurada e indigna de su Creador. “El pecado es demencia” (1:1).
De esta creencia viene la culpa, que nos vuelve locos, y nos lleva a desear que las ilusiones ocupen el lugar de la verdad (1:2). Ésta es la causa del mundo que ves: “El mundo que ves es el sistema ilusorio de aquellos a quienes la culpabilidad ha enloquecido” (T.13.In.2:2). Ésta es la causa que hay detrás de la ilusión. Debido a la culpa, tenemos miedo a la verdad, miedo a Dios, miedo a nuestro Ser. Creemos que hemos perdido el derecho al Cielo, y por eso tenemos que inventar otro lugar donde podemos encontrar satisfacción. Eso es el mundo. A causa del pecado creemos que no podemos tener el Cielo, así que inventamos un sustituto.
Debido a la locura producida por la culpa y el pecado, vemos “ilusiones donde la verdad debería estar y donde realmente está” (1:3). Vemos lo que no existe. Vemos ataque en el amor. Buscamos satisfacción en espejismos. Buscamos la felicidad eterna en cosas que se marchitan y mueren.
Nuestra sanación comienza cuando empezamos a reconocer las ilusiones como ilusiones. Éste puede ser un momento de gran desesperación, cuando todo en lo que confiábamos se convierte en polvo. Sin embargo, es el comienzo de la sabiduría, el comienzo de un gran despertar.
Los pensamientos que albergas son poderosos, y los efectos que las ilusiones producen son tan potentes como los efectos que produce la verdad. Los locos creen que el mundo que ven es real, y así, no lo ponen en duda. No se les puede persuadir cuestionando los efectos de sus pensamientos. Sólo cuando se pone en tela de juicio la fuente de éstos alborea finalmente en ellos la esperanza de libertad. (L.132.1:4-7)
Estamos rodeados de ilusiones, los efectos de nuestros pensamientos. Verdaderamente no dudamos de la realidad de esos efectos. Únicamente cuando su fuente “se pone en duda”, únicamente cuando empezamos a dudar del pensamiento de pecado que provoca nuestra locura, comienza a asomar “la esperanza de libertad”.
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